Ignacio de Loyola ofrece sus Ejercicios para “buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida”; pero este objetivo tan deseable sólo se puede lograr después de “quitar de sí todas las afecciones desordenadas” (Ejercicios 1). ¿Qué son, pues, estas afecciones desordenadas que tanto dificultan nuestro encuentro con Dios?

Las afecciones desordenadas no son alteraciones del psiquismo. No consisten en nuestras neuras o paranoias, nuestras depres o manías que de vez en cuando nos acometen. Aunque Ignacio conoce la fragilidad mental, no se refiere a ella con esta expresión.

Y estas afecciones tampoco son los pecados, grandes ni pequeños. No son las faltas mayores o menores que todos reconocemos en nuestras vidas. Estas situaciones que la conciencia nos señala serían “afecciones malas”, no afecciones simplemente desordenadas.

La afección desordenada es una idea cargada de afecto; es una fuerte inclinación hacia algo (cosa, persona, lugar o actividad) que polariza nuestras energías y nos pide nuestra atención y nuestro tiempo. La afección desordenada adquiere la fuerza secreta de un símbolo, y forma parte de nuestra opción vital irrenunciable. Es central en nuestra vida, y por eso impide elegir cualquier cosa que la ponga en cuestión. Y es que la afección desordenada esconde siempre una ganancia secundaria: beneficia secretamente a mi “propio amor, querer e interés” (Ejercicios 189).

La afección desordenada, en definitiva, es el apego a una cosa buena que impide otra mejor. En el siglo XVI podía ser un oficio apetecido o un jugoso beneficio eclesiástico. Hoy tendrá forma de alguna generosa opción vital que tranquiliza mi conciencia (aunque nunca completamente) y que impide que me plantee otras alternativas que Dios prefiere para mí. Pero para hallar en paz a Dios hay que desprenderse de toda afección que sea desordenada para así poder buscar solamente su voluntad.

Luis Mª García Domínguez SJ

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