Sin duda alguna, el P. Pedro Arrupe es un auténtico icono de jesuita para nuestro tiempo. Hasta brota, entre muchos jesuitas, como una “sana envidia” de querer ser como él. Esto no es posible si se entiende al pie de la letra, pero sí nos está permitido desear aquel “aire transparente de jesuita” que manifestó durante toda su vida. Un estilo que puede resumirse en la mirada.

Arrupe se dejó mirar por el Señor, que le ayudó a descubrir en sí mismo un corazón capaz de una bondad que no marginaba. De ahí su confianza casi «natural» en las personas y en el mundo. Por las personas, y en especial por los pobres. Por ese motivo, se sentía interpelado por ellos, sabía que, en aquellos ojos, el Espíritu lo reclamaba. Así iba caminando con humildad, con capacidad de reconocer sus propios fallos. Solía recordar siempre la necesidad de conversión, de tener un corazón semejante al de Jesús. Deseaba que otros se dejaran mirar así por Dios y por sus amigos los pobres. Y sabía de la transformación personal que entonces se experimentaba.

Fue un hombre de mirada compasiva porque participaba de la misma mirada de Dios. Miraba como Dios mira. Así al enviado lo veía como «hombre para los demás» que nos invita a vivir del mismo modo. Esto le permitía descubrir el dolor del mundo. De ahí que quisiera comprometer a la Compañía en el trabajo por la justicia, pues entendía que era parte esencial de la fe. Fe y justicia, sin que pueda ser verdadera la una sin la otra. Y siempre deseoso de que otros compartieran ese mismo modo de mirar y comprometerse.

Fue un creyente de mirada limpia, transparente. El mundo se le hacía transparente a los ojos. Por ello era capaz de mirar lo profundo de las cosas y descubrir que el trasfondo del mundo y de la historia está hecho de la bondad de Dios. Era un místico “de ojos abiertos”, un místico activo. El contraste nítido entre la bondad de Dios y un mundo roto, le hacía ver limpiamente las injusticias del mundo. Cuando la gente se sabía mirada de ese modo, se sentía amiga de Arrupe. Sus ojos irradiaban complicidad y confianza. Era un hombre «con los demás». Allí donde iba, construía «Compañía».

Un jesuita de mirada amplia capaz de ver a Dios en todo. Fue un adelantado a su tiempo, que describe el mundo de modos que aún hoy nos siguen resultando agudos y frescos. Capaz de ver nuevos retos apostólicos y de adelantarse a ofrecer nuevos modos de presencia en el mundo.  Que no tiene miedo, porque sabe que es últimamente el Señor quien acompaña. De aquí brotaba su esperanza.

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