En agosto de 2012 falleció uno de los personajes más importantes de los últimos tiempos: Carlo Maria Martini, que fue, por muchos años, arzobispo de Milán. Con motivo de su muerte, el Papa Benedicto XVI dijo de él que había sido “un hombre de Dios”, un “ferviente religioso, hijo espiritual de san Ignacio” y “un incansable servidor del Evangelio y de la Iglesia”. A estos tres “piropos” del Papa habría que añadir la rica variedad de alusiones laudatorias que de él se dijeron en la mayoría de los medios de comunicación tanto de dentro como de fuera de la Iglesia, aunque como suele suceder en estos casos, no faltaran también las críticas negativas.

Personalidades como la de Martini no brotan como los hongos o por generación espontánea, sino que se fraguó pacientemente en la fragua de la espiritualidad ignaciana que le acompañó tanto en su larga etapa como jesuita como en sus años de arzobispo de Milán. Espiritualidad ignaciana cuyo distintivo es conquistar una profunda experiencia de Dios a la vez que un desinteresado y generoso compromiso por el hombre y el mundo.

Fueron los Ejercicios Espirituales de san Ignacio -fuente principal de su espiritualidad- los que le configuraron hacia dentro de sí moviéndose entre ellos “como pez en el agua”, y hacia fuera, convirtiéndolos en una de las herramientas pastorales que más utilizó como arzobispo, y a través de la cual entró en contacto con infinidad de personas (obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, etc.). También, por su rica preparación bíblica, se convirtió en un auténtico apasionado de la Biblia –de la Palabra de Dios- que procuró por todos los medios acercarla vivencialmente a todo tipo de gente… ¡Quién no recuerda los frecuentes encuentros de oración con cientos y cientos de jóvenes en la catedral de Milán, a los que enseñaba a orar “con la Biblia en la mano”!

A su fecundidad espiritual y pastoral hay que añadir algunos rasgos de su personalidad que le convirtieron en un personaje fiable y auténticamente moderno: su talante abierto y dialogante, su capacidad de mirar de frente a las circunstancias por las que atraviesa el mundo de hoy, su apertura a creyentes y no creyentes, su atención a los más necesitados, etc.

En el contexto de nuestro país, merece la pena recordar la concesión, en el año 2000, del premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, como un reconocimiento público más a su buen ser y hacer.

El testimonio de su larga vida, su obra como jesuita y como arzobispo, y sus extraordinarios escritos le abrirán, sin duda, la barrera del futuro… ¡La Iglesia y el mundo le necesitan!

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