Por mucho que se haya escrito y se siga escribiendo sobre Ignacio de Loyola, todavía es difícil que muchas personas que se sienten ignacianas relacionen espontáneamente a Ignacio (Íñigo entonces) con Arévalo, pueblo de la provincia de Ávila, siendo así que allí vivió unos diez años (1507-1517). Parece que es una etapa –de los 16 a los 26 años- perdida en el tiempo y sin ninguna importancia para los historiadores que daban mucho más relieve a los años vividos en su tierra natal,  a su conversión, a su itinerario de peregrino… ¡Pero la historia que entierra es a su vez la historia que también resucita!

Las alusiones hechas a este largo tiempo oculto en el silencio dan más importancia al hecho de que sea a partir de 1980 cuando el jesuita e historiador Luis Fernández empiece a sacar del olvido esta etapa para poner al descubierto en sus investigaciones  el influjo enorme que tuvo en Ignacio en todos los campos de su vida: humano, psicológico, cultural, religioso, al que siguieron a continuación otro grupo de historiadores que lograron describir con gran precisión el humus cultural que vivió y que tanto influyó en sus años posteriores. Desde el punto de vista histórico queda claro que en los últimos cuarenta años se ha conseguido pasar del silencio más absoluto a la rica investigación gracias a la cual se conoce ya con mucho más detalle el influjo que produjo en Ignacio para su vida posterior y para la composición del libro de los Ejercicios espirituales en el que abundan imágenes, expresiones, ejemplos, etc. de las que él se había empapado en esa etapa.

Todo se entiende mejor si uno se asoma al panorama histórico en que estaba envuelto Arévalo en esa época. En Arévalo –corazón de Castilla- y sus alrededores vivieron y murieron reyes, reinas y otros personajes de la familia real. En Arévalo convocó Cortes Enrique IV; allí vivió Isabel la Católica. En esta villa se firmó el famoso Tratado de Tordesillas. Y en ese contexto, los años vividos por Ignacio en la casa de Juan Velázquez de Cuéllar -Contador Mayor del Reino – y su familia- en la que Íñigo “se hizo un hombre”.  Ignacio estuvo envuelto en un contexto refinado, políticamente importante, y con una religiosidad típica de la época, entre firmes creyentes y a la vez dados a la buena vida. Él mismo lo deja entrever al comienzo de su autobiografía: “Hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicios de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra”.

La caída en desgracia de los Velázquez supuso la salida de Ignacio de Arévalo iniciando así nuevos caminos y nuevas experiencias. Pero ya siempre marcados por esta etapa «inolvidable» para él y desde no hace mucho «inolvidable» para todos.

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