¿Qué será de mi vida? Todos nos lo preguntamos a pesar de que sabemos que es una pregunta sin respuesta. Por más que deseemos un futuro o hagamos proyectos, lo cierto es que la vida da giros inesperados, lo que parecía inminente tarda en llegar y lo que no pensabas que llegaría nunca aparece de repente.
No hay una ruta marcada, tampoco para lo espiritual. Alguien me dijo una vez que “lo de Dios no es rectilíneo”, esta imagen es muy evocadora. Cuando quiero hacer un viaje, una ruta de senderismo, o simplemente desplazarme por la ciudad no encuentro nunca un camino que sea directo, das rodeos para llegar al sitio. Ahí está lo importante: “dónde” voy y “para” qué.
¿Dónde me dirijo? ¿Para qué? Son preguntas de amplio contenido, de gran apertura y una gran necesidad de concreción para que sean funcionales. Son interrogantes que necesitan elecciones que nos ayuden a caminar, opciones que reflejen los deseos más profundos.
San Ignacio, cuando habla en los Ejercicios Espirituales de hacer elección, propone considerar que estoy a punto de morir, y así ver lo que habría querido escoger para mi vida. Quizá porque tendemos a dejar para mañana las elecciones del día a día que resumen aquello que deseamos, formas que posicionarnos y de vivir. Plantear que todo acaba nos pone de golpe ante lo esencial, nuestro “dónde” y nuestro “para”.
Esta pregunta nos ayuda a recordar que somos limitados y que el camino se hace día a día. Que puede que demos vueltas, pasemos por lugares que no esperábamos en post de un viaje que siempre lleva más allá. Que apostar por algo nos lleva donde no sabemos y que lo de Dios no responde al más racional de los esquemas.
El mismo Ignacio dio vueltas y vueltas persiguiendo su elección de más amar y más servir, aunque el Ignacio convaleciente de Loyola no es el mismo que el de Roma, tuvo una clara elección, no perdió su Norte aunque su vida cambió de rumbo en bastantes ocasiones. Leer su historia me invita a cuestionarme: Si estuviera terminando mi camino… ¿Por qué opciones me hubiera gustado apostar?