Francisco Butiñá (Banyoles, Girona, 1834) es ante todo un jesuita en el que la espiritualidad ignaciana prendió como semilla en su tierra propia. Ingresó en Loyola en una Compañía que acababa de resurgir de su extinción. El rasgo ignaciano de “hallar a Dios en todas las cosas” le hace vivir sin merma su ilusión primera. El «me parece que iba guiado» que había escrito Ignacio de Loyola, podía ponerlo Butiñá como encabezamiento de cada capítulo de su historia de profeta, comunicador, sacerdote, ejecutivo… todo en una pieza. Y su frase de «me moví primero por los numerosos ejemplos de nuestros mayores» con que él justificó episodios de su vida, remite a la larga serie de jesuitas que le habían precedido.
“Duele ver cómo están los campos…” Esta expresión de fáciles resonancias evangélicas, en la que Francisco Butiñá condensa su contemplación de los campos castellanos quemados por la sequía, retrata su extraordinaria sensibilidad para todo lo humano. Su capacidad de reacción y de respuesta, su intensa vida apostólica la retratarán mejor que nada. Cercano a todo ser humano, conecta inmediatamente con sus problemas y se los apropia. La revolución industrial ha irrumpido en España. Son experimentables sus efectos. Y de manera especial en el mundo de la mujer. Pero donde esta sensibilidad se desborda es ante los problemas del mundo del trabajo y del sin-trabajo.
La contemplación de Cristo artesano surge desde lo más hondo impulsándolo como una utopía a «hacer». El qué y el cómo lo irá descubriendo. Y como no le cabe dentro, proyecta primero esta utopía a una cordonera, Bonifacia, y a un grupo de obreras salmantinas. Más tarde repetirá el intento en Gerona. Y pacientemente acompaña y conduce el geminar de esta utopía. Así surge una nueva forma de vida religiosa en dos Congregaciones: Siervas de san José e Hijas de san José. Las circunstancias divinas y humanas irán configurando y torneando, no siempre con el beneplácito de Butiñá, su vida como fundador.
“Las casas de esta Congregación serán denominadas Talleres de Nazaret, siendo su modelo y ejemplar aquella pobre morada en donde Jesús, María y José ganaban el pan con su trabajo y el sudor de su rostro”. Nazaret habría de ser la síntesis personal que Butiñá se empeña proyectar sobre un mundo que desnaturaliza el trabajo, y a la persona con él, hasta destruirla. Por este reto audaz habría de pagar el precio de sí mismo, que es el precio de todos los profetas. Y lo pagaría proféticamente, viviendo, con su habitual visión providencialista de la historia humana, el despojo de su obra y las resistencias a la carga de novedad y de efectividad que su carisma entrañaba.