Está claro que la palabra “loco” no tiene aquí el sentido que literalmente se le da –no cuerdo, fanático, que ha perdido sus cabales– . La figura del loco ya se aplicó antiguamente –en la Iglesia de Oriente– como forma extrema de proclamación del Evangelio y de denuncia de lo anti-evangélico.

En San Ignacio, parece que el amor loco por Dios no constituye más que un episodio pasajero en su maduración espiritual. Así aparece en varios momentos en su Autobiografía con alusiones explícitas a su locura. Pero precisando más la mirada, hay que afirmar que esta alusión a lo locura no es algo pasajero o accidental sino que está en la entraña misma de los Ejercicios Espirituales. Ya desde su larga estancia en París, alguno de sus primeros compañeros queda tocado por esta “locura de amor” que se desprendía del mismo Ignacio. Algo así ha de ser todo jesuita, pues ya al candidato se le examina si tiene el deseo –o al menos el deseo de desear– “de ser tenido y estimado por loco… por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Criador y Señor Jesucristo”.

En el libro de los Ejercicios, en la meditación de la Tercera Manera de Humildad, alude explícitamente a “el desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo”.

Pero la locura por Cristo, en Ignacio, es inseparable de la gloria de Dios. Es de la gloria de Dios de donde proviene la locura de la Cruz y para gloria de Dios es asumida. De ahí que desde esta visión queden descartadas ciertas locuras en sí mismas y por sí mismas. ¡No hay un evangelio de los locos por Cristo y otro de la cruz, como tampoco hay cruz sin gloria, pues todo hay que hacerlo “a mayor gloria de Dios”! Así, la mayor gloria de Dios funciona como filtro y a la vez como horizonte último de todo el ser y hacer de Ignacio y por consiguiente de la Compañía de Jesús.

Ignacio no es, sin más, el loco por Cristo como expresión de una imitación basada en el furor espontaneo e indiscreto, experimentado como un permanente éxtasis, sino que la hace pasar constantemente por la criba del discernimiento, pues no toda locura por Cristo es auténtica locura. Este paso por el discernimiento le lleva a Ignacio a funcionar como “el fiel de la balanza”, en perfecto equilibrio. Equilibrio, que no es fruto únicamente de un análisis racional, sino que se consigue por la locura del amor, “amor que discierne” para imitar siempre y más al Señor manifestando así la gloria de Dios. Sin amor, no hay discernimiento, y sin discernimiento no hay “auténtica locura por Cristo”.

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