Me gustaría atreverme con un homenaje a los mártires de nuestro tiempo. Pero pienso en ellos y me entra un escalofrío. Son hombres y mujeres que mueren por una causa. Una causa impregnada de bien. Son vidas que desaparecen para que su causa, mayor que ellas misma, sobreviva. El Cristianismo no carece de historias de martirio. De hecho, es tremendamente amplia la lista de cristianos muertos en defesa de su fe. Tanto, que pocos son los fieles que, a lo largo de toda su vida, llegan siquiera a oír mencionar el nombre de todos ellos.

A menudo se suele afirmar que la sangre de los mártires es semilla de nuevas vocaciones. Y es que esas muertes riegan la fe de los posteriores. Esa sangre no se pierde en vano, sino que fluye en las venas de los nuevos creyentes, que resurgen para sostener la fe. El sentimiento de fraternidad adquiere dimensiones espeluznantes al hacerme consciente de que la forma de morir de cierto cristiano -por entonces, posiblemente todavía anónimo- condiciona, para bien, mi forma de vivir. Sin la amarga muerte de muchos de los mártires de la Iglesia puede ser que la tradición de fe no hubiese nunca llegado hasta nosotros. No así, al menos. En su martirio vuela Dios hasta nosotros, y aterriza en la posibilidad de creer en Él. Es precisamente por este motivo por lo que no existe agradecimiento suficiente para todos aquellos que se han empeñado en profesar su fe incluso cuando, a sus pies, ya la hoguera ardía; o, cuidadosamente afilado, el machete se clavaba en el cuello. Más que de sangre y lágrima, toda reflexión de este tipo estará honrosamente salpicada de ejemplaridad y de generosidad. El reconocimiento institucional de heroicidad o de santidad, sin embargo, son ya aspectos más o menos burocráticos que otros se encargan de tratar y añadir a estas biografías.

Pero alabo su fe. Alabo la entereza de su fe. Alabo la coherencia de la entereza de su fe. Alabo la insistencia de la coherencia de la entereza de su fe. Entonces y hoy, porque hoy también gotea sangre. Aquella lista de nombres martirizados no conoce (¿de momento?) un punto y final. La historia de fe continúa, y las historias de muertes violentadas también. Hay regiones en este mundo donde creer en Dios, en el Dios de Jesús, puede acabar con la vida. Los rebeldes odian el mensaje de amor revolucionario que trae consigo el cristiano y, simplemente, deciden asesinarlo cruel y fríamente. Toda muerte es dolorosa, cuanto más si se produce de forma injusta. Pero esta injusticia, en vez de sed de venganza, da ánimo para seguir trabajando por la justicia. Estas muertes dan vida. Una vida que el machete no corta ni el fuego quema. Vidas de Dios que no pasan desapercibidas a los ojos de los hombres. Las escopetas rurales disparan, pero la bala no atraviesa las convicciones religiosas. Las bombas destruyen iglesias, pero la metralla no daña el valor, ni de los testigos ni de sus testimonios. Nigeria, República Centro-Africana, Congo, Sierra Leona, Argel, Kenia, pero también Irán, Siria, Irak, Pakistán, China, Japón o Indonesia.

Creer en Dios parece incitar a la violencia, pero ese Dios se caracteriza por serlo de paz. ¡Qué gran contradicción! ¡Cuánta desesperación! Existen vidas en peligro de extinción -y de extorsión- apenas por defender la fe. Los relatos del folleto mensual de “Ayuda a la Iglesia Necesitada”, por ejemplo, no son cuentos, son amenazas y hazañas reales. Sus imágenes no contienen dramatismo barato, sino rostros valientes. Puede ser, incluso, que alguno de ellos haya sido abrazado definitivamente por el Padre mientras escribía este humilde elogio a los mártires de nuestro tiempo. Otro escalofrío.

X