Esta sugerente expresión ignaciana está como escondida en el número 322 de los Ejercicios, cuando San Ignacio expone la tercera causa por las que a veces nos hallamos en desolación: «para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor, y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, attribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación».
Es decir, se trata de una ayuda para descubrir y experimentar que la consolación es siempre y sobre todo un regalo de Dios, y no el resultado pretencioso de nuestra soberbia. A veces es un aprendizaje doloroso o al menos desagradable, pero muy necesario para crecer en verdadera humildad.
Si bien es en el contexto de los Ejercicios donde adquiere su significado propio este aforismo, también se puede ampliar su aplicación a otros aspectos de la vida.Uno de ellos, y tal vez el más importante, se refiere a la tendencia fácilmente incubada en el ser humano de referirse a sí mismo como a un “yo” casi absoluto, sin otro punto de referencia que su propio amor, querer e interés. Sin caer en la cuenta que la vida de cada persona está en manos de otras muchas vidas sin las cuales no podría sostenerse, por más que quiera aparentar que se ha construido a sí mismo, que ha salido de una y mil dificultades por sus propios puños y no se debe nada a nadie. Todo suena a un bienestar aparente, a triunfo fácil, a satisfacciones rápidas… que terminarán produciendo una tristeza y desolación que derribarán ese yo excesivamente encumbrado.
Si la soberbia es un indicio claro del cultivo absoluto de cada ego, la humildad se convierte en el mejor síntoma de que cada uno se está construyendo auténticamente porque se conoce en profundidad a sí mismo, lo que lleva consigo el aceptar las debilidades y las carencias inherentes a la propia naturaleza humana.