Esta frase se dedica a san Ignacio en un epitafio simbólico incluido en una preciosa obra de casi mil páginas, la Imago primi sæculi Societatis Iesu, que la Compañía de Jesús edita para celebrar su primer centenario en 1640. Podríamos traducirlo así: “Cosa divina es no estar ceñido por lo más grande y, sin embargo, estar contenido entero en lo más pequeño”.
Esto significa que, para ser divino, lo más grande y lo más pequeño tienen que ir juntos, complementarse, remitirse mutuamente. San Ignacio descubre la presencia de Dios, al mismo tiempo, en lo más grande y en lo más pequeño que se pudiera imaginar. Dios está más allá de todos los lugares remotos a los que hasta entonces había llegado la Compañía, y de las grandes culturas, ideologías o ciencias con las que los jesuitas se habían encontrado. También más allá de sus mayores deseos; grandes deseos que, al fin y al cabo, se encarnan siempre en lo “limitado”, en una elección e inserción social y eclesial concretas.
Entender bien esta sentencia supone atender y cuidar lo “pequeño”: la propia fragilidad y pobreza personal y de los otros (corporal, psicológica, espiritual), el ocultamiento divino en el sufrimiento y la injusticia, la rutina del deber cotidiano, el realismo…, inspirados por la contemplación y el entusiasmo de los grandes ideales. No se puede comprender lo uno sin lo otro. Sin tampoco caer ni en codiciar lo sublime –con deseos dominadores y despóticos hacia los demás- ni, a la inversa, en perder horizontes recluyéndose en la minucia.
Se trata de amar con un amor bien discernido, eligiendo cómo amar según Dios, según su voluntad. Amar el cielo y la tierra, lo grande y lo pequeño, comprobando en el amor cotidiano que mis deseos elevados son según Dios y buenos para los demás, y que mis carencias y miserias deben crecer hacia Él. Este amor no se queda en uno mismo, sino que sale de sí, del “propio amor, querer e interés”, y por eso acierta. Salvadas las distancias, Jesucristo es en todo esto el mejor modelo.
Pascual Cebollada SJ